Belén Laspra
Profesora Ayudante Doctora en el departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo, donde forma parte del grupo de investigación en Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología (Grupo CTS)
Desde hace más de dos décadas, la Encuesta de Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología (EPSCT) toma el pulso de la relación entre ciudadanía y ciencia en España. Más que una serie de datos se trata de una cartografía del imaginario colectivo: una herramienta que nos permite observar cómo evolucionan las imágenes, las preocupaciones y los vínculos que tejemos en torno a la ciencia. En un contexto marcado por cambios tecnológicos vertiginosos, crisis globales y polarización informativa, esta edición ofrece una fotografía especialmente reveladora.
Lo que muestra es un paisaje de luces y sombras. La ciencia sigue gozando de reconocimiento, pero ese reconocimiento ya no se formula como fe ciega ni como admiración incondicional. La ciudadanía valora el conocimiento científico, pero también se interroga por su orientación, por sus límites, por sus implicaciones sociales. La imagen resultante no es uniforme ni estable: es una arquitectura en construcción, atravesada por tensiones entre confianza y escepticismo, entre entusiasmo y preocupación.
Hablar de percepción social de la ciencia es hablar de la imagen que cada persona va construyendo a lo largo de su vida. Esa imagen se forma en la escuela, en el hogar, en los medios, en las redes, en las conversaciones cotidianas. Está modelada por factores sociales, culturales y afectivos, por experiencias personales y por creencias compartidas. No es solo lo que sabemos, sino cómo lo encajamos en lo que valoramos. Y no se limita a lo racional: actúa como una brújula interior que orienta nuestras decisiones como pacientes, votantes, consumidores o madres y padres. Por eso, comprender esa imagen es fundamental para cualquier política científica que aspire a ser democrática.
Uno de los elementos centrales que revela la encuesta es la necesidad de pensar la relación entre ciudadanía y ciencia como una cuestión ecológica, más que como un simple déficit. No se trata de llenar huecos de conocimiento, sino de entender cómo se entrelazan saberes, emociones, contextos y valores. La ciencia no se percibe solo como un conjunto de hechos, sino como parte de una conversación colectiva sobre lo que es legítimo, verdadero y valioso en una sociedad que busca orientarse en la incertidumbre.
Este ecosistema incluye, entre otras dimensiones, el interés que despierta la ciencia, la percepción de información disponible y el grado de alfabetización científica. Aunque el interés se mantiene o incluso crece, muchas personas siguen considerándose poco informadas. Además, cuanto más nivel educativo se tiene, más se perciben las carencias de la información científica disponible: se aprecia lo que hay, pero se nota lo que falta. Esta brecha puede interpretarse, sin embargo, como una señal de vitalidad: el interés está presente y abre espacio para reforzar los canales que lo alimenten de forma sostenida.
Para entender por qué esta brecha persiste, conviene observar también cómo y por dónde circula la información científica en la vida cotidiana. La circulación de la información científica, por su parte, no ocurre solo en los medios. Ocurre también en casa, en el trabajo, en las redes informales. Las figuras que median entre la ciencia y la sociedad —profesores, divulgadores, médicos, periodistas— desempeñan un papel clave como traductores, intérpretes y validadores. Esta mediación no es neutral: quienes tienen mayor capital cultural no solo acceden a más información, sino que la reinterpretan con más autoridad. Así, la ciencia circula por canales que reflejan, y a veces reproducen, las desigualdades sociales.
En este entramado, la alfabetización científica ocupa un lugar central, entendida no como erudición técnica, sino como capacidad para interpretar discursos basados en evidencia. No basta con conocer fórmulas; hace falta una caja de herramientas que permita distinguir entre una afirmación bien fundada y un tecnicismo vacío, entre una duda razonable y una falacia. Esa alfabetización tampoco está repartida de forma homogénea: depende de la trayectoria vital, del capital cultural, de las experiencias tempranas con la ciencia. Y esas desigualdades de base no solo afectan al acceso al conocimiento, sino también a su distribución y su legitimación social.
La imagen pública de la ciencia que emerge de la encuesta es, en este sentido, matizada. Se reconoce su utilidad, su legitimidad, su capacidad para generar conocimiento riguroso. Pero también se interroga por sus límites, sus contradicciones y sus riesgos, en una muestra de pensamiento crítico más que de desconfianza. No se trata de una ciudadanía ingenua ni de una ciudadanía anticientífica: se trata de una ciudadanía crítica, capaz de valorar los aportes de la ciencia y al mismo tiempo de cuestionar sus usos, su financiación o su instrumentalización. La conciencia del riesgo no anula la confianza, pero la modula. De hecho, la desconfianza no suele dirigirse a la ciencia como tal, sino a las estructuras de poder que la condicionan.
Esa misma actitud crítica y vigilante se traslada también a la participación ciudadana: se valora como principio, pero no siempre se traduce en prácticas activas o equitativas. En el plano de la participación, los datos revelan un desfase entre el deseo abstracto de implicación ciudadana y su ejercicio. Se valora la posibilidad de participar, pero se delega en los expertos; se reconoce la importancia de opinar, pero sin asumir un rol activo. Las experiencias participativas son limitadas y desiguales, y muchas veces, quienes más necesitarían participar son quienes menos recursos tienen para hacerlo. La participación, como la confianza, no se decreta: se construye. Y para ello es necesario crear condiciones de acceso igualitario, escucha real y respeto por las epistemologías sociales.
Todas estas dimensiones confluyen en una cuestión clave: la confianza. Esta no es un bloque monolítico, sino una red de vínculos. Se confía en la competencia técnica de la ciencia, pero se duda de su independencia. Se valora el método científico, pero se cuestiona la neutralidad institucional. Se respetan los resultados, pero se sospecha de los intereses que los enmarcan. Esta tensión no es un problema en sí misma: es una forma saludable de vigilancia democrática. La confianza, cuando está bien fundada, no implica sumisión, sino comprensión crítica del modo en que opera la ciencia: sus ritmos, sus disensos, sus incertidumbres. Cuando la ciencia no ofrece respuestas inmediatas o cuando los expertos discrepan, esa sociedad no pierde la confianza, porque no la ha depositado en una promesa de infalibilidad, sino en un proceso orientado por la replicabilidad, la revisión y la transparencia. Y una sociedad que entiende eso está mejor preparada para convivir con la complejidad.
En suma, la EPSCT 2024 no ofrece una única narrativa, sino muchas. No hay una sola manera de relacionarse con la ciencia desde la ciudadanía, ni una única forma de valorarla. Lo que emerge es una ecología crítica, en la que conviven adhesiones y reservas, reconocimiento y vigilancia, deseo de aprender y necesidad de cuestionar. Cultivar esa ecología implica reforzar la educación científica, pero también la humanística; fomentar la divulgación rigurosa, pero también la deliberación pública; promover el acceso al conocimiento, pero también la capacidad de interpretarlo críticamente. Solo así será posible un contrato verdaderamente democrático entre ciencia y sociedad, donde conocer, confiar y participar no sean privilegios, sino derechos compartidos.