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Manuel Fernández Navas

Profesor titular en el departamento de Didáctica y Organización Escolar de la facultad de Educación de la Universidad de Málaga

No soy especialmente partidario de las pruebas y evaluaciones internacionales. Su lógica -profundamente tecnocrática y neoliberal- reduce la educación a aquello que puede medirse, y con ello, empobrece su sentido. Más que herramientas para comprender la realidad educativa, se convierten en instrumentos que la distorsionan: simplifican los fenómenos, jerarquizan sistemas y, sobre todo, alimentan la batalla cultural. Cada nuevo informe se usa como munición para reforzar posiciones: el relato del apocalipsis educativo o el del éxito sistémico. A veces pienso que esa es, en realidad, su verdadera función: legitimar posiciones.  

TALIS 2024 no es una excepción. Sin embargo, más allá de los titulares apocalípticos o de éxito, lo que el informe revela -si se leen los datos en relación- es la persistencia de un modelo tecnocrático y burocrático que impide al sistema evolucionar hacia una escuela realmente inclusiva y pedagógicamente coherente.  

España presenta una de las tasas más altas de satisfacción docente de Europa, acompañada de niveles de estrés inusualmente bajos. Pero esta aparente estabilidad no refleja bienestar profesional, sino una desmovilización del profesorado y una inercia institucional profunda. Se enseña con autonomía formal, pero sin autonomía real; con libertad para decidir métodos, pero sin capacidad para cuestionar estructuras. En la práctica, la autonomía se vive como carga individual bajo apariencia de libertad. 

Del mismo modo, la colaboración se reduce a la coordinación burocrática: compartir materiales, ajustar criterios, cumplir con la norma. Falta tiempo, reconocimiento y estructura para una cooperación profunda. Los centros educativos funcionan como pequeñas islas regidas por la lógica administrativa, más que por proyectos educativos compartidos de la comunidad.  

Este panorama dibuja un profesorado atrapado entre dos fuerzas opuestas: la presión por adaptarse a las nuevas exigencias de la escuela y la ausencia de un marco estructural que sostenga ese cambio. Se le exige creatividad, adaptabilidad y compromiso, pero se le ofrece un sistema diseñado para la obediencia técnica y burocrática. No sorprende, por tanto, que aumenten los discursos reaccionarios entre la parte del profesorado cuya identidad profesional –basada en la instrucción disciplinar y en una educación selectiva– entra en conflicto con una escuela comprensiva e inclusiva. 

El núcleo del problema está en la propia arquitectura del sistema, heredera de una larga tradición de ingeniería curricular: un modelo que organiza la educación en torno a objetivos, estándares e indicadores, donde el aprendizaje se confunde con el cumplimiento y la calidad con la gestión tecnocrática. Este enfoque permea toda la cultura escolar, desde la formación inicial del profesorado hasta la inspección educativa. 

La consecuencia es una escuela que moderniza su lenguaje, pero no sus fundamentos. Se incorporan metodologías activas y discursos sobre innovación, pero dentro de los mismos marcos de tiempo, currículo y evaluación que hace décadas. Es un cambio de envoltorio más que de lógica: cambian los lenguajes, pero rara vez las prácticas. 

Más allá de las lecturas apocalípticas o triunfalistas, TALIS 2024 pone de manifiesto algo esencial: el profesorado no es el problema, sino la víctima de un sistema que le exige ser pedagógicamente creativo en un entorno estructuralmente tecnocrático y burocrático. Pero también es el punto de partida de cualquier cambio posible. Reconstruir su identidad profesional sobre bases pedagógicas sólidas, colaborativas y coherentes con el sentido inclusivo de la escuela es la única vía real de transformación.  

Mientras no entendamos que la educación no se transforma por decreto ley, sino por coherencia sistémica –y por la reconstrucción del oficio docente en esa coherencia–, seguiremos cambiando los papeles sin cambiar la realidad escolar. 

ES